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viernes, 26 de agosto de 2011

De destierros y abandonos

Había vuelto después de darle tantas vueltas a la vida. Sólo de parada en cualquier esquina de su errancia, sin ganas de arraigar en ninguna parte, con ese dolor adentro por la tierra que se deja, porque puede más el miedo a la muerte, que la querencia por los lodos que le dieron sentido a la existencia, en los surcos abiertos y sembrados de semillas, pan de mañana. Esos mismos lodos  que levantaron la casa, paredes de gruesas tapias, corredores espaciosos,  habitaciones vastas, patios abiertos al sol, la lluvia, la noche y las estrellas; albergue de amor en la penumbra, en esos! ayes¡ desmayados de cópulas tiernas y rabiosas de sus mayores; solaz de niños, jugando a las escondidas en sus inmensos cuartos, que la enfebrecida imaginación infantil, poblaba de fantasmas; asiento de los amores primerizos, de besos subrepticios, de entregas de premura, en la aprensión de ser sorprendidos, en el momento del espasmo mayor, cuando se desbordan las aguas represadas.
Ahora había vuelto, con los recuerdos intactos de la última vez, cuando los hombres embozados, entraron sin aviso en la casa, y fueron matando sin piedad, a los niños, jóvenes y viejos, y violado a la mujeres, a pesar de las súplicas. Ella, que había salido al patio de atrás de la casa, para callar a los perros, que no la dejaban dormir esa noche, cuando estalló la plomacera, saltó como una liebre al camino que daba al pueblo. Tenía quince años, y no entendía la razón de la muerte de los suyos. Después lo supo, cuando en su transhumancia se cruzó con otros desterrados: querían la tierra.
Cuando salió huyendo, en medio del huequito que le dejaba el miedo en la mente para pensar, razonó que en esa casa estaba su historia, y que al abandonarla, se quedaba sin rostro, como mirarse en un espejo y no verse. Ahora, había vuelto, y en medio de la ruina de sus paredes, los muebles abatidos por el tiempo, y los patios enmontados por la maleza, sintió que como la casa su corazón eran grietas y muñones de tapias donde crecían la lama y la hierba del abandono.

sábado, 20 de agosto de 2011

Angustia





Angustia



La tarde,
nubes plomizas.
El sol ha huído tras agónicos rayos,
los caracolíes han abatido sus ramas,
no hay brisa, ni vuelo de pájaros,
en el pecho una angustia indescifrable,
los niños que siempre jugaban con una pelota de trapo,
se han sentado en la esquina de la polvorienta calle,
a mirar sin ver.
La gente pareciera en esta tarde no tener rostro,
ni un gesto de saludo a pesar de las intimidades
que atan;
se han volcado en su angustia,
solo ven adentro,
se miran en un espejo interior,
que alucina,
hecho de filamentos, bulbos, sargazos
y algas engomadas.
¿Cómo volver la mirada, a ese mundo,
donde no acude la angustia
ni el dolor?







domingo, 14 de agosto de 2011

Sepias con Lavoe



En los acordes de la vieja guitarra,
se enredan las notas nostálgicas
y quedas, que hablan
de aquel bar de una estrecha calle,
donde fue el primer beso,
al calor de unos rones
la música de Lavoe y Juanito Alimaña,
estrechando nuestras pelvis,
cuando la percusión acude al llamado
de las trompetas,
y a la hora del piano,
somos  un largo beso, 
ensueño del cual nos despiertan las trompetas,
juguetando con el piano,
y la voz de lavoe
(Sale como el viento

en su disparada
y aunque ya lo vieron
nadie ha visto nada
Juanito Alimaña va'la fechoría
se toma su caña
fabrica su orgía)
separa nuestros cuerpos,
los pies de algodón levitan,
las caderas ágiles
giran como aspas,
en el estruendo de los trombones....
languidecen  luego
piano y  trombones,
y a los dos con cantos de gallos de madrugada
nos traga
la calle... selva de cemento

y de fieras salvajes cómo no
ya no hay quien salga loco de contento

donde quiera te espera te espera lo peor








martes, 9 de agosto de 2011

Silencio de negra

                                                           Silencio de negra
















La luna se tiñe de rojo,


y sus ojos hoquedad de sombras.


Tiemblan las hojas del almendro,


en la brisa fina y fría


que agazapa sus zarpas en la penumbra.


Siento el aterido cuerpo de ella,


juntarse al mío.


La noche enmudece,


en el silencio de estrídulos grillos


y el enigmático canto de las lechuzas.


Noche de piedra,


fosilizando fuentes que eran canto y pentagrama


y ríos sembrados de leyendas de mohanes


y hombres caimán.


Hay un sueño de fortines almenados,


con garitas a manera de torreones espigados


hiriendo un cielo cerrado de nubes.


Beso su boca,


con la frialdad de un ritual,


y sueño que sus esperanzas últimas


mueren en el calor que no le dan mis brazos.





miércoles, 3 de agosto de 2011

De la serie Militancias

            DE LA SERIE MILITANCIAS         







as viejas militancias. El miedo despertando adentro, primero como un rumor de órganos, después el corazón latiendo como el tan tan de un percutido atabal. La casa, en la ciudad vieja, olorosa a moho, cuando venían las lluvias era una humedad total escurriendo por las paredes de tapia. Aquellos tiempos cuando hubo que estirar hasta el último centavo, para sobrevivir sorbiendo en el frío glacial de la casa aguadepanelas, con queso rancio y un pan tan pequeño y delgado, que tenía más volumen un dedo de la mano. Después, salir del encierro, para hacer la lucha en las urnas. Se había dado la tregua, era la hora de los indultos, que tantos compañeros habían soñado, y ahora estaban muertos. Cuando se lo dijeron, la buscó. Ella, estaba en otra célula, pero habían hecho operaciones juntos, y habían sentido el pavor de una misión, donde la vida,mis compas, así se los decía, quien dirigía los operativos, pende de un hilo, por eso pilas, y concentrados. El miedo los había acercado, y en medio de las plomaceras, se daban besos de aliento, para no morir, decía ella, son nuestro amuleto.


Él la buscó, con un espíritu de topo. No quedó casa donde se albergaron en la clandestinidad, por hurgar. Nadie daba razón de ella, o no querían decirle nada, quizá. Una militante veterana, que ahora era legisladora, después de unos tragos en un bar cerca del Congreso, soltó la lengua: la mandamos al monte, y enloqueció de amor. Tuvimos que matarla