La boca le sabía a
cobre cuando abrió los ojos. Trató de moverse de la cama, pero una agonía le
trepanaba el estómago. Al fin tuvo que levantarse, porque se le vinieron unas
incontenibles ganas de vomitar. Creyó que se le iba la vida, cuando dejó en la
taza del inodoro, una baba verde y mucilaginosa. Se levantó y se lavó la boca
con saña. Pero le olía la piel, al bravo aguardiente con el cual pasó la
marihuana, que le había traído Néstor de Buenaventura. Entonces recordó la
mujer con la cual había estado esa noche, una morena de nalgas rotundas, le
brillaban los ojos como candelillas en la oscuridad del cuarto. Había podido
matarla, ahí mismo, mientras hacían el amor, pero no lo hizo. Por primera vez
sintió miedo, a pesar de que en su conciencia pesaban más de cien muertos, y le
temblaron los dedos a la hora de jalar del gatillo.