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viernes, 21 de septiembre de 2012

Circe




Sintió el chapoteo de las botas en los charcos que había dejado, entrada la tarde, la lluvia en las losas del ancho callejón. Miró con sigilo por los huecos de la cortina, que a propósito había agujerado con una colilla encendida de cigarrillos Pielroja. Vio a los hombres de uniforme pegarse a la pared de la casa, como lapas. Se palpó la pistola en el cinto, pero pensó que era un suicidio enfrentarlos. Corrió al patio de los geranios, mientras los de afuera, abrían el portón de entrada al caserón, a punta de metralla. Se abrió camino por un sendero que llevaba a un solar poblado de limoneros, y de un salto felino alcanzó el borde del paredón, y saltó a la calle, cayendo como sabía hacerlo en puntillas,  felino humano, y emprender una carrera veloz, por el laberinto de pasajes amplios, que habían construído los turcos, para levantar su mercado de toldos y tenderetes, mientras las balas le silbaban en montonera, y él no sabía si estaba vivo o muerto pues un miedo cerval, no lo dejaba pensar. 
Una mujer, en ese dédalo de pasajes, lo agarró con fuerza animal, y lo metió en su casa, cuando los de uniforme, estaban a punta de darle cacería. La mujer de ojos como el mar, pelo de trigo, boca carnal, como buena anfitriona, ha satisfecho su sed, y le ha dado de comer con generosidad, y en las noches frías, ha arrimado su piel a la suya, dejando  que él le abra las piernas, y entre en ella, cuantas veces quiera, animal o tiernamente. El hombre es feliz, pero extraña a los suyos, aquellas montañas, a donde un día se citaron a pelear el pan para todos, y juraron sobre el latir de sus emocionados corazones, tumbar al déspota. Y puede más el deber. Por eso ha intentado fugarse varias veces del lugar , pero se le hace raro, que cada vez que amaga escaparse, la casa parece girar,  escondiendo en cada una de sus vueltas,  la puerta que da a la calle.