Ahora la volvía a ver, después de que se le
extraviara en el laberinto de Minotauro,
en que a veces se nos convierte la vida. Olía al peculiar perfume de azahar,
que siempre emanaba de su pelo, como ramas de naranjo que le colgaran de las
güedejas de su cabello.
Leía uno de los cuartetos de Alejandría de Durrell (Clea), cuando sintió su presencia de azahar, y el libro se le cayó de las manos. Entonces no le quedaron dudas de que ahora las páginas de Durrell, como la última vez las de Los Autonautas de la Cosmopista de Dumlop y Cortázar, serían maculadas por los ardidos fluidos de amor y lágrimas de tanta espera.