Estaba ahí,
fragmentada por un sol destellando
la extraña tarde de su rostro.
Una quietud de piedra,
en la ciudad puesta en un reloj sin horas,
hasta el aire se había detenido
en su breve espacio de cristal
y yo miraba después del beso pétreo
sus labios sin humedad,
tan yertos como los
frailejones de los páramos
de mi tierra
tronchados por el frío,
en esos minutos que estuvo perdida en un limbo,
y la ciudad hundida en una burbuja neumática,
de solo silencio contenido,
imperceptibles hasta los suspiros,
el mismo dolor.
Tiempo de aves entre nubes,
como en el fresco de una extraña pintura
de alas detenidas.
Después un rayo furibundo,
partió su campana de cristal,
y, ella me devolvió el beso suspendido
en una lluvia de humedades
hecha de las ternezas
de su irreprochable salvífico amor