*Foto intervenida
Siempre había pensado que tendría que esperarla bajo el palo de almendro que franqueaba la entrada a la casa. Ella vendría por él. En los veranos el almendro hacía sombra grata, y refrescaba en esas horas de la tarde, cuando las chicharras se reventaban de cantar, en las ramas del almendro, porque el calor era insoportable. Había sido leñatero de los barcos a vapor que hace muchos años, circulaban por el río Magdalena.
En Barranquilla, cuando Puerto Colombia, no era ese lugar moribundo de e hoy, tuvo un amor, una morena sanandresana que vino con su padre a curramba a los carnavales, y se quedó en los ojos de él, y él en los de ella. El avatar los separó. Ella se cansó de vivir con él. Se fue con el primer gringo aventurero que se apareció por Barranquilla. Le dolió. Hubiera preferido que se fuera con otro, que no fuera el gringo, porque él había sido de los fundadores de la troco, cuando se aventuraron las primeras compañías petroleras, río abajo, y nació el sindicato, que tuvo que vérselas con las compañías gringas que tenían a los obreros trabajando más de ocho horas diarias.
Fue amigo de María Cano la líder
sindical, y la acompañó en varias plazas, pero más pudo su espíritu trashumante,
y se vino al interior del país, Magdalena arriba, a recalar en una casa
solariega de San Gil, enclavada en la cordillera oriental, donde conoció, el
gran amor de su vida, por los lados de Montebrujas , en una fiesta del
Corpus. Uno de esos matachines, vestido de diablo, perseguía a las mujeres
dando golpes con una vejiga de res. Ella, corrió buscando refugio y tropezó con
él, que estaba parado en la puerta de una cantina, observando el barullo, y
ella, “disculpe usted señor”; y él, “¡eche no tengas cuidado.” Y sintió ese
vaho del perfume de ella, y las ganas de besarla, que nunca había sentido con
tanto furor por mujer alguna.
Ahora estaba sentado en el taburete de
vaqueta, que arrimaba al almendro, en una duermevela al calor de los recuerdos.
Se hacía ya oscuro, y la brisa, le trajo el perfume de ella, y se acordó del
primer beso, una noche cuando hacía luna, y ella salía de misa de seis, de la
catedral. Él la acompañó por la Calle del Caracol, más arriba de la casa
arzobispal, y antes de que ella entrara a su casa, se miraron y se besaron como
siempre lo habían deseado.
Por lo mañana, los vecinos lo
encontraron, recostado en el taburete, sin vida, con la sonrisa plácida, los
ojos dulcificados, y la mirada arriba del almendro, como si alguien que
conociera lo estuviera llamando·