*Foto intervenida
Aquella noche cuando subiste al ring, no escuchaste la algarabía de la
gente en ring side como otras tantas veces. Sentías que algo andaba mal,
pero no alcanzabas a precisarlo. Hiciste unos amagues, con los guantes rojos,
con los que siempre peleabas, y diste unos saltitos alternos para calentar el
cuerpo; te quitaste la bata negra con bordes dorados, y fue cuando reparaste en
la mujer de ojos azules que, en la mesa de los comentaristas de la radio y la
televisión, también te miraba, en el disimulo de buscar información de la pelea
en el celular.
El anunciador, presentó a cada una de las esquinas, y sonó la campana
para el primer round, y en el cruce de los golpes iniciales supiste que el rival
era un fajador duro, porque intentaste sacarle el aire cuando se abalanzó como
una fiera, tirándote directos a la cara, y cerrándote el paso, para quedar casi
cuerpo a cuerpo. ¡Vaya¡ si resistía tus ganchos al hígado, enconchándose como
un caracol en su cascarón, bajo tus brazos, cada vez que errabas directos a la
cabeza; pero ya lo tenías con tus jabs a la cara, que le hacían daño, y cuando
fuiste a sacar el uppercut para rematarlo junto a las cuerdas de su
propia esquina, viste a la mujer de los ojos azules relampaguear su Olimpus,
debajo del ring, y en un par de segundos sentiste ese golpe seco en la oreja
izquierda, que te tendió en la lona, y te dejó sordo como una tapia para el resto de la vida