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jueves, 10 de diciembre de 2009

Crónica de amor por Terry, mi perro*




Había jurado no volver a tener perros, aquella tarde cuando me llamaron al trabajo, y sin anestésico ninguno, al natural, en seco me dijeron que a Dante - el cóquer temperamental que en la casa había mordido a Raymundo y todo el mundo, pero que Raymundo y todo el mundo quería- un chofer de esos sin alma (perricida al fin) se lo había cargado, al mundo de la nada entre las ruedas de su destartalado carro.

Cuando llegué, ya le habían cerrado sus ojos claros de viejo cazador. En el patio de la casa no podían aterrizar colibríes, petirrojos, o píchagos, porque eran víctimas de su sapiencia ancestral de atrapador de pájaros. No lo niego, la muerte de mi cóquer me conmocionó con el mismo impacto del deceso de un familiar próximo, que cuando mis amigos, entre ellos, Manuelito, que adora también los animales, y en especial los gatos, tiene un siamés que la wayú, su mujer detesta, porque a Manuelito, sólo le falta que se acueste con el minino, ya que a mi ni me toca, abrieron el hueco donde Dante reposaría sus huesos, sólo me faltó que se me encharcaran los ojos, como cuando entre las notas de una canción de despedida que le cantaba en el entierro a Cleofe, mi madre, los ojos se me diluviaron .
. No lo niego. Juré no tener más perros. No soportaba la idea ver morir otro perro de mis amores, y pensaba parodiando a Alberto Cortez, que cuando un perro se va/ queda un espacio vacío/ que no se puede llenar ni con las aguas de un río. Pero más pueden las querencias. Y, una amiga, viendo mi sufrimiento por la desaparición de mi orejas largas, Dante, una noche se apareció por mi casa con una bola de pelo. Un chau-chau bebecito, al cual había que desentrañarle la morfología, levantándole la hirsuta pelambre. De verdad que le agradecí su gesto. Pero no me sentía con fuerzas para criar otro perro. Sin embargo le dije que lo dejara. De pronto encontraba alguien que lo adoptara. Mi amiga, Auxiliar de Enefermería, luego me contaría la historia de Terry: la Jefe de Enfermería suya, tenía una perra Chau-chau, y se le salió a la calle y un criollito la preñó. Tuvo más de siete perros. La jefe estaba desesperada, con tantos cachorritos, revoloteando por la casa. Tenía que salir de los perritos. Y uno de ellos fue el chau-chau que me trajo mi amiga.
La bola de pelo, buscó un rincón y se acomodó en la casa. Por las mañanas, al despertarme sentía que alguien me estaba mirando. Era la bola de pelo, los ojos en medio del pelo erizado fijos en mi, quería hacerme el indiferente, pero no podía y menos cuando mi amiga me contó que la bola de pelo, se la habían regalado antes a otra persona, y ésta la botó a la calle.

Un día la Jefe de Enfermería, que caminaba de regreso a su casa, después de una jornada agotadora, sintió que le olisqueban los pies. Era la bola de pelo. Desde ese momento, supe que se quedaría en mi casa, y en mi corazón. Más cuando en las mañanas, se sentaba en sus cuartos traseros no sólo a mirarme, sino a darme lenguetazos de cariño. Tuve que llamarle Terry, no por el perro de las tiras cómicas. Le puse este nombre como apócope de terrible, porque el chau-chau que creció, es extremadamente cariñoso y juguetón, la antinomia de Dante que sólo sabía querer a mordiscos. Juega de manera infatigable, que uno termina tirando la toalla, y Terry fresco como una lechuga. Y es que sabe hacerse querer. Cuando observa que me pongo los tenis para ir a trotar, se sube a mi cama, me lenguetea, y me mira con sus ojitos enternecedores, que no me queda más remedio que ponerle el lazo de amansar y a desandar con él la carretera polvorienta. Ahora somos, parodiando otra canción de Cortez, mi Terry y yo.
*Dedicado a Cristian, Mundo Animal.