Vistas de página en total

sábado, 9 de marzo de 2013

La pesadillla de la Cotton

 Foto: Cuento recreado, para El día internacional de la mujer

Estaban hartas de ese coser y coser, repitiéndose día tras día, noche tras noche, en sus máquinas, como una noria sin frutos ni destino, mientras míster Gootman, engordaba sus cuentas en el banco estatal, y ellas observaban como crecían sus deudas, porque los  salarios eran una ruina. Apiñadas en aquel segundo piso de la fábrica de textiles de la Cotton de Nueva york, un día  juntaron sus conciencias, y decidieron no dar una puntada más, hasta que no les mejoraran los salarios. Corría el año de 1911, y entraba el mes de marzo, cuando las mujeres de la Cotton acordaron parar. Estaban decididas a todo, ya no aguantaban más sus cuerpos, y  las necesidades de sus familias, la explotación a que las sometía míster Gootman. 

Aquel día, el segundo piso de la Cotton, se llenó de un silencio desesperante, que sacó de quicio al empresario, porque al no escuchar el chancleteo de las máquinas de coser, la imagen que se formó, atormentándole la cabeza calenturienta, fue la de  pérdidas enormes. Yo no voy a subirles el salario a esas viejas de mierda, le dijo a uno de los emisarios que le trajo el pliego de peticiones. Deben estar agradecidas de que tengan trabajo. Un escarmiento es lo que les voy a dar, hijas de mala madre. Y, ellas, las obreras de la Cutton, que habían juntado sus esperanzas, en el paro, al tercer día de huelga, se vieron abrasadas por un  fuego infernal, mientras abajo, en un café cercano a la fábrica, míster Gootman, sonriente, miraba la humareda, y se bebía un whisky  con sus compinches


 Estaban hartas de ese coser y coser, repitiéndose día tras día, noche tras noche, en sus máquinas, como una noria sin frutos ni destino, mientras míster Gootman, engordaba sus cuentas en el banco estatal, y ellas observaban como crecían sus deudas, porque los salarios eran una ruina. Apiñadas en aquel segundo piso de la fábrica de textiles de la Cotton de Nueva york, un día juntaron sus conciencias, y decidieron no dar una puntada más, hasta que no les mejoraran los salarios. Corría el año de 1911, y entraba el mes de marzo, cuando las mujeres de la Cotton acordaron parar. Estaban decididas a todo, ya no aguantaban más sus cuerpos, y las necesidades de sus familias, la explotación a que las sometía míster Gootman. 


Aquel día, el segundo piso de la Cotton, se llenó de un silencio desesperante, que sacó de quicio al empresario, porque al no escuchar el chancleteo de las máquinas de coser, la imagen que se formó, atormentándole la cabeza calenturienta, fue la de pérdidas enormes. Yo no voy a subirles el salario a esas viejas de mierda, le dijo a uno de los emisarios que le trajo el pliego de peticiones. Deben estar agradecidas de que tengan trabajo. Un escarmiento es lo que les voy a dar, hijas de mala madre. Y, ellas, las obreras de la Cutton, que habían juntado sus esperanzas, en el paro, al tercer día de huelga, se vieron abrasadas por un fuego infernal, mientras abajo, en un café cercano a la fábrica, míster Gootman, sonriente, miraba la humareda, y se bebía un whisky con sus compinches