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domingo, 23 de abril de 2023

LOS HOMBRES DEL REFUERZO (Cuento publicado en, Vericuetos 28, cuentistas santanderedanos, producción colombo-francesa)

 










El maestro Éfer Arocha de estas tierras “garroteras” del oriente de Colombia donde vivo, caminante del mundo de buena causa, en el oficio de indagar, preguntar e investigar para construir la palabra desde el ensayo y el imaginario (El ciudadano, la horizontalidad de la sociedad y el Estado), habría de recalar en Paris, como asiento de sus exploraciones del mundo con la palabra y el pensamiento, validadas académicamente en la reconocida disertación universitaria francesa, y desarrollar en la ciudad del emblemático Arco del Triunfo, el Jardín de las Tullerías y la Torre Eiffel, a salto de mata del Louvre, toda una tarea, no sólo en la publicación de sus libros, sino en  el empeño editorial de producciones literarias colombo-francesas, entre ellas, la que él llama su revista, Vericuetos.

En esta reciente edición, Vericuetos 28: cuentistas santandereanos contemporáneos, a través del escritor Claudio Edgar Anaya, su compilador, recoge 21 narradores de estas tierras del Cañón del Chicamocha, y la cultura guane. Uno de mis cuentos, Los hombres del refuerzo, para fortuna, hace parte de esta publicación colombo-francesa.

 







LOS HOMBRES DEL REFUERZO











    Tenía los ojos de un azul vivo, con las guedejas de pelo que le caían en la frente, y en las sienes, con una rebeldía proverbial a la peluquería. A pesar de su edad avejentada, con él no obraban los cálculos. Le gustaban las rancheras, más si las cantaban Chavela Vargas o José Alfredo Jiménez, pero las que más lo entusiasmaban, me lo dijo Juan de la Cruz Pico, que le gustaba llevarlo a su finca de la Mesa de los Santos, para que le cantara - “el vergajo tiene buena voz,”- no escatimaba elogios Juan de la Cruz, eran esas canciones y corridos de la revolución mejicana, tan legendarios como Carabina treinta treinta, Adelita, y La cucaracha, con la que terminaba el espectáculo de sus cantadas, zapateando el suelo, como si un enjambre de estos bichos se le fuera a subir pierna arriba.



    Al hombre lo que si se le notaba era una profunda tristeza, que el escándalo de su risa no alcanzaba a ocultar. Lo había visto siempre por esas cantinas de la carrera sexta, abajo del barrio Hoyo grande, que con los amigos solíamos frecuentar porque la cerveza era más barata. Se le veía siempre en una mesa del rincón, rodeado de curiosos, que le daban una cerveza, para animarlo a que contara sus historias sobre la violencia del cuarenta , recrudecida por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán,  muerte conmocionó al país de tal manera, que se pensó  iba a ser la  peor de las revoluciones , porque  el que se levantaba con su muerte, era el pueblo rancio, la chusma como decían los conservadores de la época, traspasados de un  miedo cerval, cuando vieron a Bogotá indemne al saqueo y el incendio de la turbamulta enardecida por el asesinato del caudillo liberal.

   Siempre que me encontraba con Juan de Dios Pico - de paso para La mesa- por la sexta, en su poderosa Toyota, se bajaba y me invitaba a tomarnos unas polas, y sin motivo alguno, terminábamos irremediablemente hablando del hombre. Alguna vez le pregunté a Juan de Dios, si sabía cómo se llamaba, y curiosamente, a pesar de la amistad con él, y las borracheras en la finca de la Mesa, no le sabía el nombre. Fue cuando le dije a Juan de Dios, mejor seguir llamándolo así, el hombre; suena como más bonito

Alguna vez, me le arrimé con una cerveza para que cogiera confianza, y le pregunté que de dónde era. Se quedó mirándome con desconfianza, mientras se decidía entre sobarle el casco a la botella o bebérsela. Entonces le pedí que brindáramos y choqué mi botella de cerveza con la suya. Le dije que era muy amigo de un amigo suyo, Juan de Dios Pico, y El hombre me dio la mano, en señal de abrirme a su amistad.

-Usted no es de por aquí- le dije

-Soy de Vistahermosa, llanero raizal del Meta- Chupó de la botella con una sed de náufrago, como si en su garganta se hubieran juntado las gargantas de todos los sedientos del mundo.

- ¿Qué lo trajo por aquí? Agachó la mirada, y se quedó nadando en una nata de silencio. Pensé que le molestaba la pregunta, pero volvió a sobarle el casco a la botella.

- Puedo tomarme otra cerveza? Alzó la botella vacía, y sus párpados se abrieron para dejarme ver sus ojos azules como el cielo. Le dije al cantinero que nos trajera otras dos.

- Le voy a contar por qué llegué aquí. Apenas me echaba los pantalones largos, cuando me uní a la guerrilla de Juan de la Cruz Varela. ¿Ha oído hablar de él? Con un movimiento de cabeza asentí. El hombre prosiguió: yo le ayudé a montar la guerrilla del Alto Sumapaz. De ahí me agarró confianza, y me dijo, lo voy a mandar a Santander. Allá hay gente muy arrecha pa sumarla a la lucha. Su tarea es reclutarla a como dé lugar, y traerla al Alto Sumapaz.




   En Piedecuesta, abrí el centro de reclutamiento, a una esquina del mercado, en una casa vecina a la alpargatería de los Pérez, ahí por la carrera quinta, con el pretexto de contratar obreros para construir una carretera del gobierno. Procuraba enganchar mejor a campesinos, a ellos iba dirigida la razón revolucionara de Varela, y ojalá bien liberales, como me le podía el comandante Varela. Luego me llevaba la gente a Los llanitos, por el camino a Sevilla, dábamos un rodeo de despiste, y entrábamos en el plancito que le renté al dueño de la tierra, un tal Pedro Elías de Planadas, por una cagada de perico. El lugar era bastante discreto, lo ocultaban arrayanes, guayabos y caracolíes, y ahí monté el campo de instrucción militar. Al principio todo marchaba bien. Era gente joven, cansada de que los persiguieran por política, y con ganas de dar plomo ventiao pero seguro; con ambiciones de progresar, y los alentaba la buena paga que sin llegar a sospechar que una vez en el Alto Sumpaz, ya no habría paga alguna, sino mística revolucionara. Por eso les daba a los muchachos cartilla revolucionaria, “eso les endurece el alma”, me recordaba Varela, ya en la grupa del caballo paramero camino de Santander; y empezaba la instrucción del día con el mismo discurso de mi Comandante Varela:

los campesinos somos los menos afortunados porque siempre vivimos sin ninguna clase de prestaciones sociales, ninguna ayuda ni protección, mientras los llamados gremios, sociedades comerciales y monopolios de todo orden; organizaciones obreras de empresas, de maestros, de empleados etc. gozan de privilegios, de prestaciones sociales, servicios médicos, hospital, seguro, becas y los campesinos carecemos de educación así sea la más elemental. Carecemos de garantías en muchos aspectos por la discriminación y el exclusivismo; carecemos de higiene, de viviendas adecuadas debido a nuestra pobreza y falta de recursos; carecemos de lo que es vital para nuestras zonas: de vías de comunicación, no tenemos servicios médicos, ni nada absolutamente. Los campesinos nos encontramos hasta hoy aislados por la indiferencia oficial, pese a que siempre venimos reclamando de los poderes gubernamentales la pronta solución a nuestros graves problemas, sin que lo hayamos conseguido. Esta es la razón de nuestra lucha” 

   Pero, yo que estaba preparado en los menesteres militares, no lo estaba para el amor. Y se apareció la hermana de uno de los enganchados, preguntando por Pedro Julio, uno de mis mejores muchachos. No sé cómo nos gustamos. La mujer había estado por Curazao y Venezuela. Me contó que tuvo que irse por un tiempo, con sus papás. Los querían matar por liberales. De su hermano, que ella llamaba cariñosamente Pedrojupe. nada sabía, y fue por un familiar que supieron que lo habían visto por Piedecuesta, ahora que las cosas estaban calmadas. Creo que me dijo que ella, se llamaba Cielo. Era bonita la condenada. Los ojitos en la noche le brillaban como cocuyos. Los labios carnosos, y el cuerpo talladito como el tronco una mata de plátano. Me gustaba tanto esa mujer, que nos encamábamos y no quería salir de entre el calor de sus piernas. Era un fogón. Alguien, que no quiero decir su nombre -aún viven familiares en este pueblo-, me dijo a la ligera, esa mujer tiene cangarejera, y va a ser su perdición. Si lo dice es porque ha estado con ella, se me abrió pensamiento y boca, y no le di tiempo a que me respondiera porque le metí una bala en la cabeza. (El hombre se queda mirándome, y agacha los ojos, pero por más que quiso ocultarlas, le veo rodar dos lágrimas por su cara de arrugas endurecidas, hiladas en el tiempo, y en sus ojos una nube de dolor que no lograba precisar, como si lo que fuera a decirme en adelante le partiera el alma)




   De nuevo su monólogo: lo que más me dolía era que por esa mujer había descuidado la tarea que con tanto celo me había encomendado mi comandante Varela. Alguien tuvo que habernos sapiao, aprovechando mi negligencia, palabra que tanto nos repetía mi comandante para disciplinarnos, cuando siendo un niño me convenció de la bondad de su pelea por la gente del campo que abrazaba las ideas liberales, y me le uní a su revolución del Alto Sumapaz. Sí, me echo la culpa, pues más me la pasaba con la mujer Cielo, abrigando el canario, que preparando a los muchachos para el sueño revolucionario de mi comandante Varela, y ¡claro! nos infiltraron. No hay otra razón, que  explique cómo  cogieron a los muchachos de la leva por sorpresa, a la noche de un sábado, en el campo de instrucción de Los llanitos, donde también pernoctaban y se  los llevaron a orillas de la quebrada Las cruces, matándolos de  un tiro en la nuca (Se quedó callado, y encendió   un cigarrillo Pielroja, con una fosforera pringosa, que sacó  con dedos nerviosos del bolsillo de su camisa de dril militar, sin mirarme a la cara) Le confieso algo, me aculillé, cuando supe lo de la matanza de los muchachos, y  me preguntaba cómo yo  había logrado salvarme, y  ellos no. A mí era el que debían haber matado Me sentía culpable. Lo peor era el miedo. El miedo lo envaina a uno, y lo lleva derechito a hacer las peores cosas en la vida, pues me puse a pensar que la culpable de toda esta desgracia era Cielo, y no me quedaba otro camino que matarla, y volarme lejos de esta tragedia, y pensé en Venezuela. ¡Qué carajos!  mi comandante Varela, que se quede esperando toda la vida en el Alto Sumapaz, el refuerzo de los hombres frescos, que   quedé de llevarle de Santander.