El maestro Éfer Arocha de estas tierras “garroteras”
del oriente de Colombia donde vivo, caminante del mundo de buena causa, en el
oficio de indagar, preguntar e investigar para construir la palabra desde el
ensayo y el imaginario (El ciudadano, la horizontalidad de la sociedad y el
Estado), habría de recalar en Paris, como asiento de sus exploraciones del
mundo con la palabra y el pensamiento, validadas académicamente en la reconocida
disertación universitaria francesa, y desarrollar en la ciudad del emblemático Arco del
Triunfo, el Jardín de las Tullerías y la Torre Eiffel, a salto de mata del Louvre,
toda una tarea, no sólo en la publicación de sus libros, sino en el empeño editorial de producciones literarias
colombo-francesas, entre ellas, la que él llama su revista, Vericuetos.
En esta reciente edición, Vericuetos 28:
cuentistas santandereanos contemporáneos, a través del escritor Claudio Edgar
Anaya, su compilador, recoge 21 narradores de estas tierras del Cañón del
Chicamocha, y la cultura guane. Uno de mis cuentos, Los hombres del refuerzo, para
fortuna, hace parte de esta publicación colombo-francesa.
LOS
HOMBRES DEL REFUERZO
Tenía
los ojos de un azul vivo, con las guedejas de pelo que le caían en la frente, y
en las sienes, con una rebeldía proverbial a la peluquería. A pesar de su edad
avejentada, con él no obraban los cálculos. Le gustaban las rancheras, más si
las cantaban Chavela Vargas o José Alfredo Jiménez, pero las que más lo
entusiasmaban, me lo dijo Juan de la Cruz Pico, que le gustaba llevarlo a su
finca de la Mesa de los Santos, para que le cantara - “el vergajo tiene buena
voz,”- no escatimaba elogios Juan de la Cruz, eran esas canciones y corridos de
la revolución mejicana, tan legendarios como Carabina treinta treinta, Adelita,
y La cucaracha, con la que terminaba el espectáculo de sus cantadas, zapateando
el suelo, como si un enjambre de estos bichos se le fuera a subir pierna
arriba.
Al hombre lo que si se le notaba era una profunda tristeza, que el escándalo de su risa no alcanzaba a ocultar. Lo había visto siempre por esas cantinas de la carrera sexta, abajo del barrio Hoyo grande, que con los amigos solíamos frecuentar porque la cerveza era más barata. Se le veía siempre en una mesa del rincón, rodeado de curiosos, que le daban una cerveza, para animarlo a que contara sus historias sobre la violencia del cuarenta , recrudecida por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, muerte conmocionó al país de tal manera, que se pensó iba a ser la peor de las revoluciones , porque el que se levantaba con su muerte, era el pueblo rancio, la chusma como decían los conservadores de la época, traspasados de un miedo cerval, cuando vieron a Bogotá indemne al saqueo y el incendio de la turbamulta enardecida por el asesinato del caudillo liberal.
Siempre
que me encontraba con Juan de Dios Pico - de paso para La mesa- por la sexta,
en su poderosa Toyota, se bajaba y me invitaba a tomarnos unas polas, y sin
motivo alguno, terminábamos irremediablemente hablando del hombre. Alguna vez
le pregunté a Juan de Dios, si sabía cómo se llamaba, y curiosamente, a pesar
de la amistad con él, y las borracheras en la finca de la Mesa, no le sabía el
nombre. Fue cuando le dije a Juan de Dios, mejor seguir llamándolo así, el
hombre; suena como más bonito
Alguna
vez, me le arrimé con una cerveza para que cogiera confianza, y le pregunté que
de dónde era. Se quedó mirándome con desconfianza, mientras se decidía entre
sobarle el casco a la botella o bebérsela. Entonces le pedí que brindáramos y
choqué mi botella de cerveza con la suya. Le dije que era muy amigo de un amigo
suyo, Juan de Dios Pico, y El hombre me dio la mano, en señal de abrirme a su amistad.
-Usted
no es de por aquí- le dije
-Soy
de Vistahermosa, llanero raizal del Meta- Chupó de la botella con una sed de
náufrago, como si en su garganta se hubieran juntado las gargantas de todos los
sedientos del mundo.
-
¿Qué lo trajo por aquí? Agachó la mirada, y se quedó nadando en una nata de
silencio. Pensé que le molestaba la pregunta, pero volvió a sobarle el casco a
la botella.
-
Puedo tomarme otra cerveza? Alzó la botella vacía, y sus párpados se abrieron
para dejarme ver sus ojos azules como el cielo. Le dije al cantinero que nos
trajera otras dos.
-
Le voy a contar por qué llegué aquí. Apenas me echaba los pantalones largos,
cuando me uní a la guerrilla de Juan de la Cruz Varela. ¿Ha oído hablar de él?
Con un movimiento de cabeza asentí. El hombre prosiguió: yo le ayudé a montar
la guerrilla del Alto Sumapaz. De ahí me agarró confianza, y me dijo, lo voy a
mandar a Santander. Allá hay gente muy arrecha pa sumarla a la lucha. Su tarea
es reclutarla a como dé lugar, y traerla al Alto Sumapaz.
En
Piedecuesta, abrí el centro de reclutamiento, a una esquina del mercado, en una
casa vecina a la alpargatería de los Pérez, ahí por la carrera quinta, con el
pretexto de contratar obreros para construir una carretera del gobierno.
Procuraba enganchar mejor a campesinos, a ellos iba dirigida la razón
revolucionara de Varela, y ojalá bien liberales, como me le podía el comandante
Varela. Luego me llevaba la gente a Los llanitos, por el camino a Sevilla,
dábamos un rodeo de despiste, y entrábamos en el plancito que le renté al dueño
de la tierra, un tal Pedro Elías de Planadas, por una cagada de perico. El
lugar era bastante discreto, lo ocultaban arrayanes, guayabos y caracolíes, y
ahí monté el campo de instrucción militar. Al principio todo marchaba bien. Era
gente joven, cansada de que los persiguieran por política, y con ganas de dar plomo
ventiao pero seguro; con ambiciones de progresar, y los alentaba la buena
paga que sin llegar a sospechar que una vez en el Alto Sumpaz, ya no habría
paga alguna, sino mística revolucionara. Por eso les daba a los muchachos
cartilla revolucionaria, “eso les endurece el alma”, me recordaba Varela, ya en
la grupa del caballo paramero camino de Santander; y empezaba la instrucción
del día con el mismo discurso de mi Comandante Varela:
“los
campesinos somos los menos afortunados porque siempre vivimos sin ninguna clase
de prestaciones sociales, ninguna ayuda ni protección, mientras los llamados
gremios, sociedades comerciales y monopolios de todo orden; organizaciones
obreras de empresas, de maestros, de empleados etc. gozan de privilegios, de
prestaciones sociales, servicios médicos, hospital, seguro, becas y los
campesinos carecemos de educación así sea la más elemental. Carecemos de
garantías en muchos aspectos por la discriminación y el exclusivismo; carecemos
de higiene, de viviendas adecuadas debido a nuestra pobreza y falta de
recursos; carecemos de lo que es vital para nuestras zonas: de vías de
comunicación, no tenemos servicios médicos, ni nada absolutamente. Los campesinos
nos encontramos hasta hoy aislados por la indiferencia oficial, pese a que
siempre venimos reclamando de los poderes gubernamentales la pronta solución a
nuestros graves problemas, sin que lo hayamos conseguido. Esta es la razón de
nuestra lucha”
Pero,
yo que estaba preparado en los menesteres militares, no lo estaba para el amor.
Y se apareció la hermana de uno de los enganchados, preguntando por Pedro
Julio, uno de mis mejores muchachos. No sé cómo nos gustamos. La mujer había
estado por Curazao y Venezuela. Me contó que tuvo que irse por un tiempo, con
sus papás. Los querían matar por liberales. De su hermano, que ella llamaba
cariñosamente Pedrojupe. nada sabía, y fue por un familiar que supieron
que lo habían visto por Piedecuesta, ahora que las cosas estaban calmadas. Creo
que me dijo que ella, se llamaba Cielo. Era bonita la condenada. Los ojitos en
la noche le brillaban como cocuyos. Los labios carnosos, y el cuerpo talladito
como el tronco una mata de plátano. Me gustaba tanto esa mujer, que nos
encamábamos y no quería salir de entre el calor de sus piernas. Era un fogón.
Alguien, que no quiero decir su nombre -aún viven familiares en este pueblo-,
me dijo a la ligera, esa mujer tiene cangarejera, y va a ser su
perdición. Si lo dice es porque ha estado con ella, se me abrió pensamiento y
boca, y no le di tiempo a que me respondiera porque le metí una bala en la
cabeza. (El hombre se queda mirándome, y agacha los ojos, pero por más que
quiso ocultarlas, le veo rodar dos lágrimas por su cara de arrugas endurecidas,
hiladas en el tiempo, y en sus ojos una nube de dolor que no lograba precisar,
como si lo que fuera a decirme en adelante le partiera el alma)
De
nuevo su monólogo: lo que más me dolía era que por esa mujer había descuidado
la tarea que con tanto celo me había encomendado mi comandante Varela. Alguien
tuvo que habernos sapiao, aprovechando mi negligencia, palabra que tanto
nos repetía mi comandante para disciplinarnos, cuando siendo un niño me
convenció de la bondad de su pelea por la gente del campo que abrazaba las
ideas liberales, y me le uní a su revolución del Alto Sumapaz. Sí, me echo la
culpa, pues más me la pasaba con la mujer Cielo, abrigando el canario, que
preparando a los muchachos para el sueño revolucionario de mi comandante
Varela, y ¡claro! nos infiltraron. No hay otra razón, que explique cómo
cogieron a los muchachos de la leva por sorpresa, a la noche de un
sábado, en el campo de instrucción de Los llanitos, donde también pernoctaban y
se los llevaron a orillas de la quebrada
Las cruces, matándolos de un tiro en la
nuca (Se quedó callado, y encendió un
cigarrillo Pielroja, con una fosforera pringosa, que sacó con dedos nerviosos del bolsillo de su camisa
de dril militar, sin mirarme a la cara) Le confieso algo, me aculillé, cuando
supe lo de la matanza de los muchachos, y
me preguntaba cómo yo había
logrado salvarme, y ellos no. A mí era
el que debían haber matado Me sentía culpable. Lo peor era el miedo. El miedo
lo envaina a uno, y lo lleva derechito a hacer las peores cosas en la vida,
pues me puse a pensar que la culpable de toda esta desgracia era Cielo, y no me
quedaba otro camino que matarla, y volarme lejos de esta tragedia, y pensé en
Venezuela. ¡Qué carajos! mi comandante
Varela, que se quede esperando toda la vida en el Alto Sumapaz, el refuerzo de
los hombres frescos, que quedé de
llevarle de Santander.