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lunes, 29 de marzo de 2010

La mirada rota


Tenía la mirada rota, cuando lo vieron por útima vez en un bar de mala muerte, junto al puerto, en Santa Lucía. No era él quien miraba, era la desgracia que llevaba adentro, le refería el capitán del viejo vapor La reina de los vientos, que había capoteado las tormentas más bravas de los cinco mares, a otro lobo de mar en Zanzíbar, mientras jugaban a las cartas y apuraban un vino rancio porque no había más, esperando que cargaran sus barcos con las pacas odorosas a clavo del lugar. Desde que encontró a su Duna, una morenaza wayú de la Guajira colombiana, en el cuarto de máquinas, haciendo el amor en medio del vapor de las calderas, con un negro jamaiquino, la vista se le hizo niebla. Veía por los ojos de amor de ella, y ahora no los tenía. Por eso bajó del barco, a tientas, y se bebió en Santa Lucía las últimas existencias de ron, ahogándose en licor, antes que matarla a ella, le contó el diestro timonel del Reina Isabel, a su ayudante de a bordo, cuando navegaban en el Mar de Timor, cerca a la costa noroeste de Australia, y una lágrima rodaba por su mejilla.