*Foto propia. Casa Museo Ramírez Villamizar. Pamplona (Colombia)
La casa abrió sus puertas solariegas,
y
los recuerdos como amapolas
en
sus largos zaguanes,
en
sus patios y solares bañados
de
un sol de fuego;
de
los amores bravíos,
hechos
de besos húmedos de ron
y
pólvora de las guerras centenarias
fueron
brotando en los ¡ayes! de los hombres,
mujeres
y niños
degollados
a cuchillo limpio.
Historia
impía la de la casa,
donde
los generales ascendidos
más
por la crueldad que por gloria propia
entraban
a saco volviéndolas cuarteles,
maculando con su ballesta desflorante
de
niñas aún impúberes, sus cuartos.
Altar
del sacrificio de jóvenes y ancianos
torturados
al destace
y
sus cabezas desgajadas
rodando
en el fragor de las botas,
como
pelotas de fútbol,
justificando
el crimen
“es que están contra nosotros
y el poder somos nosotros”.
sentada
en su taburete de vaqueta,
en
uno de los cuartos,
recuerda
en una especie de oración
a
los que trasponen el umbral de la casa:
“este es un último vestigio,
a
donde pudimos llegar las víctimas.
Los
hombres me machetearon sin sonrojo,
rodando
loma abajo
como
un pedrusco que se salva.
Alguien
tenía que vivir para contar la historia”
Adentro
de los cuartos un bisbiseo
de
letanía fúnebre se esparce por el aire.
Vendrá
la noche en el olor de los almendros,
y
los espacios de la casa se llenarán de la
sombra
de sus muertos