Los amigos le dicen que debe estar loco, porque en esa casa de altos paredones, puertas de madera claveteadas, y balcones voladizos, que está en las afueras del pueblo, como una herida del pasado, o el muñón de un árbol que recuerda el esplendor del bosque, nadie la habita. Sólo el polvo que se acumula en los viejos muebles amenazando ruina, en las cortinas de rojo terciopelo, hechas jirones por la acción de la polilla. Él insiste, que estuvo ahí, con una mujer pelirroja como atardeceres de arrebol, de ojos serenos como lagos profundos, y en la cama de dosel, haberse amado con una pasión primitiva, salvaje. Los amigos le recuerdan que esa mujer sí vivió, en esa casa, pero hace muchos años. Era alemana: Sara Hartmann, se llamaba, y su esposo la encontró una noche, metida en la cama con el jardinero, y los asesinó a guadañazos. En las paredes de la alcoba, aún quedan rastros de las salpicaduras de sangre, como memoria del macabro crimen. Jorge insiste en que pasó la noche con la mujer, y saca del bolsillo de su chaqueta, el mechón de pelo rojo -amarrado primorosamente- con una cinta de seda, y asegura, la mujer se lo dejó como recuerdo, para que nunca la olvidara.
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