Era tarde ya (eso de las seis), cuando recogió a la bella mujer por la paralela al mar. Se subió en el puesto de atrás del viejo plymouth, y él encendió la luz interior del carro -que acababa de comprar por las lados del fuerte de San lázaro, a un negro jamaiquino contrabandista- para observarla mejor. La mujer cruzó las piernas, a la manera de Sharon Stone en una de sus películas, y no recuerda más. Ahora sólo sabe que tiene un fuerte dolor de cabeza, está tirado en un hediondo caño que huele a pescado podrido, le faltan su celular y las tajetas de crédito, y le han robado el plymouth, que había comprado para hacer rabiar de la envidia a sus camaradas de golf y ginebra en el club, y que como él soñaban con agregar el plymouth, el único que les faltaba, a su vieja colección de carros.
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