
Hay una nata de silencio,
una mudez en los objetos,
en esta hora de los olvidos,
que hiere la piel con insania
de cardos y espinos.
Dolor que no entraña la sangre
de los otros deslavazándose río abajo,
o regando los riñones del monte,
allí donde el mastranto, el samán,
el matarratón o la guayaba cimarrona,
echan raices, en el fondo de las fosas.
Hasta las bocas antes
habladantinosas,
han puesto cerradura a las palabras.
Es que las muertes han sido tantas,
juntando herida tras tras herida,
que se secó el dolor,
las lágrimas se volvieron piedras,
y la memoria olvido.
Por eso los ayes de los agonizantes,
son golpes secos en oidos sordos,
y a nadie le importan las falcadas
y puñales,
abriendo surcos de muerte
en la piel de los vivos.