Foto intervenida de internet
Creo
la primera vez que la vi, andaba de elásticos y gafas oscuras en una bicicleta
montañera por el barrio, No me interesó qué hacía, hasta cuando casi me
atropella, en el momento en que yo corría a buscar un taxi. Ella rodó al
derrapar la bicicleta, sus elásticos se rompieron por las rodillas que le
empezaron a sangrar, y sus lentes negros volaron por los aires. Vi sus ojos
almendrados, bellos y cautivadores, pero inexpresivos, que me miraban en la
duda de la disculpa y el dolor. No tuve más remedio que auxiliarla, y la
levanté del suelo. Sentí que era recia y atlética. La brisa le hizo caer su
pelo lacio y trigueño por la cara. Apenas pude escucharle, un ahogado
discúlpeme, y a pesar de mis ruegos, para que fuera al hospital, buscó los
lentes y su bicicleta, y se perdió de mi vista y del barrio.
Por
ahí al vuelo, alguien me dijo que era arquitecta, y que como en él aún se conservaban casas coloniales, pensaba
hacer un estudio. La verdad, no volví a saber de ella, y ya la había olvidado,
cuando me la tropecé por la parte vieja de la ciudad, tomándole fotos a una
vieja Capilla de las Clarisas. Me confirmó que era arquitecta. Le fascinaban
las casas viejas y las iglesias, y si eran de orden gótico mejor. Me lo dijo
cuando entramos a una especie bar, y ya sentados, nos bebimos una cerveza. Fue
cuando le confesé que trabajaba para una revista. Hacía calor, y no sé por qué
sentía que conocía a esa mujer de antes. Me llegaban ramalazos de momentos
vividos con ella, pero no podía ponerlos en claro, mientras nos besábamos,
besos que me parecían dárselos a un ser etéreo e ingrávido. Y se fue como
siempre, sin despedirse, dejándome pegado el olor de su perfume, agradable al
olfato, pero con la fragancia de los ramos de flores de difunto.
Seguro
que no es invento, ella viene y se va de mi vida como el humo, le decía a uno
de mis amigos, un treinta y uno de octubre, cuando salimos en eso de las seis
de la tarde, a tomarnos una cerveza. Acabábamos de entregar el material al jefe
de redacción, y le hablaba a Jorge ( escribía de política en la revista), de la mujer fantasma que sobrecogía mi vida,
en un bar de la Avenida de los periodistas. Afuera, veía desde el ventanal
inmenso del bar, grupos de gente ya disfrazados, por las aceras de la avenida,
camino de los clubes y las discotecas, que habían programado noche de brujas,
en el centro de la ciudad.
Aún
no terminábamos la primera cerveza, cuando vi entrar al bar un
"parche" de disfrazados como los personajes de la Odisea. Sólo les
faltaba el barco. Ahí estaban Ulises, y los protagonistas de su retorno a Ítaca,
como el esperpéntico Polifemo, y su único ojo en la frente; también la
hechicera Circe, que entró de última, y esparció un olor a flores de difunto,
la misma odoración que caracterizaba a la mujer que entraba y salía de mi vida
(la arquitecta) sin pedir permiso. Lo que más me extrañó fue que no se hizo en
la barra, como el resto de la comparsa, sino en una de las mesas que estaban
vacías y se quedó mirándome. Es ella, no hay duda, me dije, y sin despedirme de
Jorge, fui a abordarla, la tomé del brazo, y salimos a la Avenida. Caminamos
unas cuadras, y nos registramos en un pintoresco hotel, quería impresionarla,
mientras afuera la algarabía de los niños ya pedía dulces a montón. Nos
instalamos en uno de los cuartos del segundo piso. Te mereces lo mejor,
elogiando el hotel, creo que le dije, mientras me miraba tras sus ojos almendrados.
La
noche fue inolvidable: besos, espasmos de piel, y marasmos cuando ya no quedaba
otro camino que dejar que la ansiedad se desbordara. Recuerdo que en la
desnudez que le daba brillo a su cuerpo de ensalmo la noche, se levantó. Voy al
baño dijo, y me quedé profundamente dormido, hasta altas horas de la mañana,
con el sol ya entrando por la ventana, cuando con estupor observo que ella no
está. Llamo a recepción, y pregunto por la mujer que se registró conmigo en la
noche. Bárbara, así se llama, se registró con ese nombre. La mujer que me habla
desde la recepción, me dice, para mi desesperación, que yo venía algo
embriagado, pero no me acompañaba ninguna mujer