La luna se tiñe de rojo,
y sus ojos hoquedad de sombras.
Tiemblan las hojas del almendro,
en la brisa fina y fría
que agazapa sus zarpas en la penumbra.
Siento el aterido cuerpo de ella,
juntarse al mío.
La noche enmudece,
en el silencio de estrídulos grillos
y el enigmático canto de las lechuzas.
Noche de piedra,
fosilizando fuentes que eran canto y pentagrama
y ríos sembrados de leyendas de mohanes
y hombres caimán.
Hay un sueño de fortines almenados,
con garitas a manera de torreones espigados
hiriendo un cielo cerrado de nubes.
Beso su boca,
con la frialdad de un ritual,
y sueño que sus esperanzas últimas
mueren en el calor que no le dan mis brazos.