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sábado, 2 de febrero de 2008

La mujer del crucero

No era tarde cuando la mujer se apareció por el bar aquella noche del martes. Serían las diez. Lidiaba con la última cerveza. Ya no quedaban bebedores. Le daba vueltas a la botella, bebiéndola a sorbos espaciados para hacer la roña. Sentado en la barra, miraba hacia la puerta, en el preciso momento cuando la mujer entró al bar. Era alta de pelo negro como la noche, le caía en cascadas en la frente, a los lados. Sus senos turgentes le reventaban la blusa roja, con la punta de unos prometedores pezones. La falda negra le dejaba ver los muslos largos y carnales como su boca. Sin quitarme la mirada, vino hasta la barra, se sentó a mi lado, me pidió un cigarrillo, te tomas algo, le brindé, y ella bebió de mi cerveza.
Venía de Centroamérica, en un viaje de crucero por el Caribe. Esa tarde el barco había recalado en el puerto, y pasarían la noche en tierra. No podía conciliar el sueño, y se aventuró a buscar un bar, donde beber algo fuerte, que me relaje y me duerma, se le escuchó como un susurro. Ni el aire acondicionado del hotel que congela, ha hecho el milagro de que cierre los ojos. Y reía, abriendo su boca carnal con tentación, mientras yo sufría, porque la mujer me había fascinado. Sentía unas ganas enormes de llevármela a la cama, y explorar con mis manos, con mi boca, con mi lengua la promesa de un paraíso, que presentía en su cuerpo.
Nos bebimos, así, a pico de botella diez cervezas másViajar con el marido no tiene , y en cada sorbo, sentía en mi boca la saliva caliente de ella hervir mis deseos. Soy casada pero vengo sola. Viajar con el marido no tiene gracia, pretextaba, y me besó con una experticia que -yo conocedor de mujeres- quedé perplejo. Hundió su lengua en mi boca con virulencia, como una saeta hiriendo mi paladar, y mi bragueta se templó. Ya no quedaba otro camino, que pagar las cervezas, salir del bar, y llevar la mujer al pintoresco motelito La almeja del marino, que quedaba en el muelle de Los peces que le robaron los colores al arco iris. Allí, supe de las bondades de su cuerpo, en el segundo piso de maderas crujientes, y balcones saledizos abiertos a la noche, a la brisa marina, y a la luna que esa noche estaba plena, para hacer más calido el encuentro.
Más tarde, entre besos, me dijo que se llamaba Carla Bayardo, que era de Guatemala, y se levantó desnuda a fumarse un cigarrillo, recostándose contra la baranda de uno de los balcones que daban al mar. Entonces observé sus nalgas recias, y volví a hacerle el amor con rabia, porque sabía que al otro día se iba, y yo me quedaba íngrimo, bebiendo ron bravo para echarla en el olvido.