Foto intervenida
No la sentí llegar,
por la modorra que me había causado la tercera botella de aguardiente. Cuando
el aguardiente se me hace dulzón, sé que estoy a punto de emborracharme,
entonces me levanté de la mesa, a pesar de los ruegos de los amigos para que me
quedara otro rato, pagué la ronda, y me aventuré calle abajo, a pesar del
peligro que entrañaba transitar la Calle de las alcahuetas, a esa hora de la
noche, de alta densidad de malandrines entrenados en el raponeo de carteras, el cuchillo en la
espalda, y no haga movimientos raros, hermano, porque le corto hasta el
alma, en medio de los ventorrillos a lado y lado de la vía, y la hedentina
de orines revenidos.
Una puta, a la que
llamaban la cremallera, tenía en la mejilla izquierda una cicatriz larga y
cosida tan burdamente, que le quedaron las huellas de la sutura como un cierre,
me acompañó hasta uno de los caserones de la ciudad histórica, donde vivía. ¡Doctor No es hora de andar por estos
lugares tan peligrosos, en semejante borrachera ¡.
Era fuerte, y bonita
a pesar de la cicatriz. Le había hecho un favor que me agradecía hondamente.
Tenía un niño, al cual le bajé la fiebre una noche que llegó al hospital sin un
peso, y el niño delirando: la gastroenteritis lo estaba matando. Se la combatí,
por nada, por humanidad. Ni siquiera acepté su gratitud de una noche de cama.
Me ayudó a entrar al cuarto, que tenía puerta a la calle, y se fue luego con la
noche, que empezaba a ventear un frío glacial.
En la cama todo
empezó a darme vueltas, hasta caer en un abismo de remolinos, y flotar, luego,
en una nata de silencio. Sé que es una mujer, la que está aquí. Tiene los ojos
almendrados, y me llama, para que la siga por los zaguanes del patio de geranios,
nomeolvides, y begonias. La sigo como si levitara, pero lo más extraño, que no
escuche el griterío de los grillos en el patio, y al mirarme en el alto espejo
que cuelga encima del lavamanos, no me devuelva la imagen de mi cara